Comentario
Capítulo LVII
De cómo Sebastián de Belalcázar llegó a la ciudad de San Miguel y cómo deseando de descubrir a Quito tuvo sus inteligencias con el cabildo que le requiriese que fuese contra la gente de guerra que decían que venía contra ellos
Había nombrado por su teniente de la ciudad de San Miguel don Francisco Pizarro al capitán Sebastián de Belalcázar, como en su lugar se contó. Y saliendo de aquella provincia, anduvo hasta llegar a la ciudad donde, por virtud de la provisión que llevaba, fue admitido al cargo. Hernando Pizarro, como en Panamá dio noticia de lo que habían descubierto y de la mucha riqueza de la tierra, procuraban todos los que podían navegar adonde tanto oro se había hallado. Y como San Miguel estuviese poblada en la costa, habían aportado a aquella ciudad muchos de éstos, que digo, con caballos y armas: que fue ocasión que Belalcázar tomase ánimo de intentar la demanda del Quito, donde afirmaban que había casas llenas de oro, y que en tanto grado había de este metal que lo de Caxamalca y lo del Cuzco eran nada para ser comparado con ello.
Llegó en este tiempo también Gabriel de Rojas, que venía con la probanza que hizo el licenciado Castañeda sobre la venida que quería hacer al Perú el adelantado don Pedro de Alvarado. Salió de San Miguel Diego Palomino, con algunos para acompañarle, para que seguramente pudiese llegar adonde estaba Pizarro. Belalcázar tenía mano en el cabildo donde se ayuntaban los regidores y justicias de la ciudad. Deseaba que de ellos mismos saliese requerirle que fuese a la sierra a defender la comarca de los indios de guerra: nueva que también se había derramado por los llanos, que los serranos, indignados con la muerte de Atabalipa, hacían liga para dar en los españoles vecinos y habitantes de la nueva ciudad. Y aun decía Belalcázar que convenía mucho, así a Pizarro, como a todos ellos, ir a ocupar el Quito, lugar conocido y muy mentado y que por tener fama de tanta riqueza venia encaminado don Pedro de Alvarado a lo descubrir. Muchos les pareció bien estas razones de Belalcázar, y como lo anduviese mancando, estando en cabildo algunos de los regidores que eran sus amigos, trataron en que la ciudad le requiriese que fuese a desbaratar los indios que decían venir de guerra contra ellos, y otras cosas que pasaron, de tal manera que Belalcázar fue alegre, y escribiendo sus cartas al gobernador, de disculpas por sin su mandado dejar la ciudad; diciendo que los del cabildo de ella se lo habían requerido, mas que procuraría de dar vuelta brevemente. Y luego, gastando de los dineros que sacó de Caxamalca, comenzó a mercar caballos y allegar gente.
Creyendo él y todos, que hablan de hallar en el Quito que repartir mucho más que en Caxamalca, ciento y cuarenta españoles de pie y de caballo se juntaron para la jornada; de la cual iba por alférez un Miguel Muñoz, conocido o pariente del mismo Belalcázar, por capitanes Francisco Pacheco y Juan Gutierrez, por maese de campo Halcón de la Cerda. Salieron de la ciudad y fueron a Corrochamba, provincia de la sierra, donde se juntaron todos y fueron bien albergados de los indios, y proveídos de mantenimientos, sin les dar por ello paga ninguna: mas en todas las Indias ha sido general esta costumbre.
En el Quito súpose esta nueva, de los cristianos caminar a ocupar las provincias y robar el tesoro. Habíanse alterado todos los más de aquella regiones cuando supieron la muerte de Atabalipa, porque le amaban mucho, espantándose cómo pudieron --siendo tan pocos-- desbaratar a tantos y prender a tan poderoso príncipe. Ruminabi, Zopezapagua y otros habían tomado el mando de la república. Sucedió también lo que dicen del hurto que hizo Otavalo en Carangue, según tengo escrito en la Primera parte a que me refiero; porque escribir una cosa muchas veces en la historia es fastidio. Todos habían determinado de defender la tierra sin consentir que de ella los españoles se hiciesen señores. Hicieron grandes plegarias y solemnes sacrificios a sus dioses, comunicando en los oráculos con el demonio; sobre el fin de la guerra, ¿qué tal sería? Habían entendido por muy averiguado que la codicia del oro los llevaba contra ellos, y no otra cosa; de lo cual tenían tanta hambre que nunca se hartaban. Porque no se viesen en tal gozo ni poseyesen lo que no era suyo, ni les era debido por ninguna razón ni ley natural, es público, entre muchos, que Ruminabi, con otros principales y sacerdotes tomaron más de seiscientas cargas de oro de lo que habían recogido de los templos sagrados del sol, y de tiempo estaba en los sagrados de los incas, y lo llevaron a una laguna, según dicen unos, y lo echaron en lo más hondo de ella; y según otros cuentan, lo enterraron en riscos grandes entre montones de nieve y que a los que lo llevaron a cuestas porque no lo descubriesen los mataron. ¡Crueldad grande! Y ellos, aunque después murieron atormentados, extrañamente no quisieron descubrir lo que sabían, sino morir: creyendo que iban a vivir para siempre con los incas, sus soberanos señores que habían sido. Otros quieren decir que no había tesoro, sino poco, porque como la cabeza del imperio de los reyes era el Cuzco, allá se llevaban estos metales y estaban hechos depósitos de ellos. Mas aunque se diga y yo cuente las opiniones, verdaderamente creo, y tengo para mí, que es grande el tesoro de Quito, que no parece; porque el repuesto de Guaynacapa y su cámara quedó en él y Atabalipa, como pensaba que había de ser segundo Cuzco, dejó lo suyo, después los que se levantaron habían recogido lo de Tomebanba, Latacunga, Carangue y otras partes principales, donde había templos y palacios, y ninguna cosa de esto fue a Caxamalca, ni hasta hoy día ha aparecido.
Los que eran mitimaes y tenían mando en estas comarcas hicieron lo que los otros, que fue ocupar cada uno lo que podían. Sabían que no había Inca que les pidiese cuenta, y que los españoles (que eran a quien ya temían) entendían poco de quipos, y habiendo hecha liga por todos para les dar guerra, comenzaron a aderezar armas de las que ellos usan. Eligieron por capitán general a Ruminabi, que significa ojo de piedra, porque "rumi" llaman piedra y "navi" ojo; éste los animaba a todos cuanto podía, afirmándoles que los españoles eran muy crueles, lujuriosos, destruidores de los campos y pueblos.
Había salido de Corrochamba, Belalcázar, y pasó con su gente gran trabajo de hambre y frío, cuando caminó por el despoblado hasta llegar a Coropalta. Tenían nueva cómo estaba cerca la provincia de los Cañares, donde hallarían mucho proveimiento. Como estuviesen poco más de cuatro leguas de Tomebanba, que es la principal de aquella tierra, se adelantó Belalcázar con treinta caballos, quedando, a cargo de Pacheco, la demás gente.